Publicado en Rectoría, el martes 05 de marzo de 2013

Leemos en los diarios que las familias humildes del conurbano inscriben a sus hijos en colegios privados, pagando hasta 1000 pesos mensuales, para que no pierdan días de clase con las huelgas interminables de cada año. La gente pobre no es tonta, y sabe que una buena educación puede abrir las puertas de la prosperidad a las chicas y muchachos, en este famoso "mundo competitivo globalizado".

Algo así sospecharon nuestros padres de clase media cuando, hace 50 años, nos anotaron en el temible examen de ingreso del Nacional Buenos Aires. Cuando uno habla del Colegio, parece que se refiriera al planeta Marte o a Harvard o a la Sorbona. Y simplemente era el Colegio Nacional de Buenos Aires, República Argentina, estatal y gratuito, donde estudiaron Manuel Belgrano y Mariano Moreno. Sí, también Juan Manuel Abal Medina (Sr.) y su hermano Fernando. Y también Bernardo Houssay y Federico Leloir. Y también Roberto Alemann. En fin: ¿Para qué fatigar al lector con un nuevo recitado de la monserga elitista del Colegio, cuya consigna sagrada y anunciada era: aquí no se incluye, aquí se excluye, sólo entran los excelentes?

Los excelentes vinimos a resultar nosotros, pero bueno: ya el Colegio no era el de antes.

Tres chicos de Ramos Mejía, vistiendo pantalón corto, cruzamos el solemne umbral y empezamos a ser "señores", ya no "niños". Carlos Mario Adano, Néstor Luis Lynch y yo.

El rector Florentino Sanguinetti, padre de don Horacio, que fue también rector unos años después, era conocido como "El Chancho". Tenía la misma cara de Sarmiento, con papada, trompa y pelo blanco. Su entrada al aula era sacramental. Reinaba un silencio absoluto. Había llegado Sanguinetti, que además de Rector era profesor de Letras. Subía al estrado y desde allá arriba se dirigía a nuestro condiscípulo Carlitos Chaneton (13 años) siempre sentado en una fila individual, de un solo banco, en la primera línea a la izquierda del profesor.

- ¿Y usted Chaneton, qué hace? ¿Siempre dedicado a placeres solitarios?
Carlitos reía y todos nosotros también, pero no demasiado. El sentido del humor de Sanguinetti estaba muy por encima de nuestros alcances. Estaba claro, allí, que el Rector era el que hacía los chistes.
En cierta ocasión, algún audaz hizo una pintada en una de las inmaculadas paredes del colegio. Un grueso insulto contra el profesor Valeiras de Geometría, que era un prócer de la Reforma Universitaria, pero nos impacientaba con su tono monocorde. Lo temíamos, respetábamos y odiábamos. Bueno, alguien trazó con un pincel y pintura negra aquel agravio feroz, un cartel enorme que no me atrevo a repetir. Nunca se había visto semejante cosa: ya estábamos en cuarto año.

Me parece inolvidable la reacción de Sanguinetti. Nos convocó a la Rectoría a tres sujetos elegidos a dedo: éramos Victor Hipólito de Zavalía, Jorge Roth y yo, tres peligrosos "terroristas" de la calle Bolívar.

La antecámara revestida de boisserie y el despacho con sillones de cuero, bandera argentina y grandes cuadros de Miguel Cané, Lucio Mansilla y Manuel Belgrano, nos llenaron de pavor. Luego entró Sanguinetti, tosió y dijo:
- Señores, yo sé que han sido ustedes. Esto no es un tribunal. Lo sé porque lo sé. Ahora, ya que tuvieron la maña suficiente para pintar esa indignidad, van y la borran.
- ¿Habrá sanciones?- preguntó Zavalía con un hilo de voz.
- No se trata de eso, señor- respondió el Rector.
Rápido y ligero, obtuvimos una escalera, un tacho de pintura y cubrimos decorosamente el oprobio.
Es curioso: ¡No habíamos sido nosotros! Pero nos hizo bien conocer el límite. El Colegio nos vacunó definitivamente contra la arbitrariedad, porque luego comprobaríamos que la vida es arbitraria. Además, éramos autores de otros atentados peores (o mejores) contra la majestad del Colegio y su claustro docente.

El profesor de Latín Gerardo Pagés, cierta mañana, se entregó a la tarea de escandir unos versos de Horacio en el pizarrón, uniendo las sílabas y mostrando la forma en que los versos componían una especie de secreto diamante, redibujados por la memoria infernal y la profunda erudición de aquel sabio, que además recitaba completa la formación de San Lorenzo durante los últimos 40 años. Cuando Pagés terminó su trabajo y el inmenso pizarrón de 3 metros quedó cubierto de aquella mágica amalgama de líneas, letras y vocablos en latín, con verbos ausentes y miles de palabras tácitas, como debe ser, sentimos ganas de aplaudir. Pero no aplaudimos, por supuesto. No se estilaba.

Éramos unos mocosos desorejados, pero experimentamos la emoción de conocer a un verdadero maestro, y supimos que nunca llegaríamos a su altura.

El que puede haber llegado es nuestro compañero Hugo Ferdman, que contra todo pronóstico había jurado desde primer año: "Yo voy a aprenderlo todo. Lo que pueda saberse, lo sabré. En Matemáticas, en Literatura, en Historia, en Física. Me lo voy a saber todo".
¿Habrá logrado su propósito? No lo sé. Lo vi por última vez hace cincuenta años.
Lo que hoy está pasando en nuestro sistema educativo es de otro mundo. El profesor de inglés comienza la clase recitando ante su único alumno las frases consabidas: "I am the teacher, you are the pupil, this is a book, this is a table, sit down". El alumno lo interrumpe, saliendo por un instante de su sopor, y exige a los gritos: "No quiero estudiar eso, quiero que me enseñés la letra de los temas de Radiohead. ¡Es más divertido!".
Si la vida que nos espera fuera tan divertida, todos habríamos comprado un boleto para el circo.
Rolando Hanglin