Publicado en Colegio, el jueves 13 de junio de 2019

Si pudiéramos retrotraernos al 4 de junio de 1770, a una Buenos Aires de 30.000 habitantes y en proceso de formación, nos encontraríamos - en la Iglesia Catedral de la ciudad – con la celebración de un bautismo: el de Manuel Belgrano. Alrededor de la pila bautismal advertiríamos la atenta mirada de sus padres Domingo y María Josefa, peninsular y criolla, respectivamente. Si avanzáramos algo más y decidiéramos caminar por la calle de Santo Domingo algunos años más tarde, digamos tal vez hacia 1784, podríamos encontrarnos con un joven Belgrano que recorre el trayecto hasta el Real Colegio de San Carlos para cursar sus estudios. Si ahora eligiéramos el año de 1793, sin embargo, no hallaríamos rastro de este joven en Buenos Aires. Sería menester dirigir la mirada hacia la metrópoli para encontrarlo, hacia una España que formó e interesó por la economía, el derecho público y los idiomas vivos al recién recibido abogado Manuel Belgrano.
Podríamos continuar con la selección de puntos temporales y recorrer la vida de este hombre singular, reconociendo para cada momento sus precisos pasos y analizando cada una de sus (ya muy analizadas) decisiones y experiencias. Sin embargo, nada hay más preciso que acceder al prócer a través de quien mejor lo conocía: él mismo. Retomémoslo donde lo dejamos: ya recibido, ya influido por la filosofía de la Revolución Francesa y de los grandes teóricos de la época... En ese contexto, Belgrano encontrará – esperanzado por las posibilidades de la propuesta – la forma de retornar a su Buenos Aires natal y ponerse al servicio de su lugar de origen, ocupando un cargo ideal para una persona de su formación y origen. Fue nombrado, así, Secretario del Consulado de Comercio de Buenos Aires. Sin embargo, la realidad de la institución en la que tanta confianza había depositado se le revelaba adversa. Afirmaba, así, en su Autobiografía:
“En fin, salí de España para Buenos Aires: no puedo decir bastante mi sorpresa cuando conocí a los hombres nombrados por el Rey para la junta que había de tratar la agricultura, industria y comercio, y propender a la felicidad de las provincias que componían el virreinato de Buenos Aires; todos eran comerciantes españoles; exceptuando uno que otro, nada sabían más que su comercio monopolista, a saber: comprar por cuatro para vender por ocho, con toda seguridad...”
Belgrano veía en la composición de este Consulado algo que lo sublevaba: quienes allí se encontraban nada sabían acerca del espacio en que operaban. Él, por su parte, ya estaba convencido de que aquel rincón del mundo podía soltarle la mano a la metrópoli y dedicarse a sus propios intereses. Miembro de la élite comerciante de la ciudad, conocía perfectamente esos intereses y sabía cuáles eran las potencialidades de la independencia.
Y, así signada, su vida siguió. La Revolución de Mayo primero, la Declaración de Independencia después y, en el ínterin, el famoso hecho que eclipsa su biografía y reduce su figura en la simplicidad del mito fundacional: la creación de la bandera. Manuel Belgrano es mucho más que eso, pero la fecha lo requiere y es imposible dejar de transcribir sus propias palabras al respecto de esa insignia, rechazada una y otra vez por el Triunvirato, que en el año 1812 enarboló por vez primera a orillas del río Paraná:
“(...) Siendo preciso enarbolar Bandera, y no teniéndola la mandé hacer blanca y celeste conforme a los colores de la escarapela nacional; espero que sea de la aprobación de V.E.”
Hoy, 20 de junio de 2019, deberíamos mirar al pasado y encontrar que, hace casi doscientos años, el hombre dejaba la tierra y, progresivamente, el mito comenzaba a reemplazarlo y hacerlo prócer. Prueba vigorosa del tamaño impacto que Belgrano – abogado, experto en economía, improvisado militar –, dejó en nuestra historia se encuentra en la vivencia de nuestra propia realidad. Porque hoy, si quisiéramos andar aquel camino que propuse en las primeras líneas, deberíamos transitar la Avenida Belgrano, pasando por el Convento de Santo Domingo, donde se encuentra su tumba, llegar a este nuestro Colegio e ingresar, tal vez, en esta aula magna “Ex-alumno Manuel Belgrano”. ¿Qué pasó entre la Buenos Aires de la calle Santo Domingo y la actual? Pasó la colonia, la revolución y advino la república. Pasó, como uno de los protagonistas indiscutibles de esa historia, Manuel Belgrano. Y como alumnos del Colegio que, en otro edificio y en otras circunstancias, lo acogió, debemos también ocuparnos de conocer nuestros intereses, nuestro funcionamiento y el contexto en el que operamos, para poder afirmar con derecho – como lo hiciera él – que “un pueblo culto nunca puede ser esclavizado”.

Francisco Romero Brenlla, 5º7º