Publicado en Comunidad, el miércoles 15 de septiembre de 2021

Y los lápices siguieron escribiendo…”

Hace apenas unos días acabamos de asistir a elecciones rumbo a la renovación de Cámaras, elecciones dadas en un contexto difícil atravesado por la pandemia y la crisis que dejó. Crisis que podemos catalogar como económica, social y también de la política y de lo político, en varios aspectos. Sin embargo, como un mecanismo consolidado que entiende la importancia absoluta de su funcionamiento y lo negativo de su interrupción, pudimos realizar el acto cívico, consolidando la institucionalidad democrática que se viene desarrollando sin interrupciones desde aquel lejano y no tan lejano 30 de octubre de 1983. Probablemente, si la crisis a la que refiero hubiese acontecido en otras décadas del siglo XX, la excusa para suspender dichos comicios o establecer gobiernos dictatoriales -en la paradoja de ser lo que venía a restablecer el orden y a sacarnos de la crisis- hubiese sido más que tenida en cuenta. Cierto es que no está bien hacer historia contra fáctica, es simplemente una analogía que invita a pensar.

Si cualquier persona googlea sobre el acontecido en la ciudad de La Plata el 16 de septiembre de 1976 surge la siguiente información:

La noche del 16 de septiembre de 1976 y los días sucesivos, un grupo de jóvenes fueron secuestrados en la ciudad de La Plata, a 60 kilómetros de la capital argentina, por miembros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. ... La fecha quedó grabada en la memoria colectiva como “La noche de los lápices”

Los que conocen un poco más de historia argentina, porque la vivieron o porque la estudiaron, es probable que sepan más o menos profundamente del “acontecimiento”. Y lo pueden ubicar dentro de los llamados “años de plomo” o de “terrorismo de Estado”. En medio de un accionar que, según el Gobierno de Facto, tenía como objetivo principal "establecer el orden y asegurar el monopolio estatal de la fuerza”; en los hechos, quienes tenían el control del Estado buscaban eliminar de raíz el problema de la conflictividad social, a través de una operación integral de represión, cuidadosamente planeada por las autoridades militares.

Para quienes se identificaban y justificaban este accionar, era en la irrupción de la “ideologías foráneas” y su esparcimiento en determinados sectores sociales y etarios donde había que poner las fuerzas para “eliminar de raíz” el problema social de la Argentina. Se trata de “hacer entender” que los únicos valores a sostener y a defender eran los “occidentales y cristianos” y, en nombre de éstos, el Estado montó un plan de cuidado de las llamadas “fronteras ideológicas”, en el cual todo opositor al gobierno fue considerado subversivo. Por otra parte, el plan fue en búsqueda de eliminar la subversión como se elimina a un invasor externo, aún cuando “los supuestamente enemigos de los valores a defender” no supieran que estaban en guerra.

Las fuerzas que idearon este sistemático plan para ordenar a la sociedad que estaba enferma entendieron que una de las principales causas de esa enfermedad estaba en el debate, la confrontación y el pensar distinto. En definitiva, en aquellos elementos básicos para el funcionamiento de un modelo democrático. Por lo cual, apuntaron a buscar sus enemigos en el mundo intelectual y del conocimiento, y también en el mundo sindical. Era necesario “disciplinar a la sociedad”. Se decía, por ejemplo, que las Universidades eran el semillero del comunismo.

Las universidades fueron intervenidas, los colegios recibieron cambios en los programas y fuertes restricciones en la bibliografía que se podía utilizar para el dictado de las clases. Muchos docentes fueron retirados de sus cargos. En este marco, donde el “pensar y decir” estaba fuertemente vedado por un único discurso posible, y donde “la autoridad” estaba legitimada por la fuerza, el accionar de los centros de estudiantes secundarios y universitarios quedaba más que relegado. No se aceptaban las marchas ni las manifestaciones de ningún tipo.

La juventud, desde los años ’60 en adelante, había comenzado a ser protagonista en varios sentidos. Muchos de sus integrantes anhelaban un mundo distinto, más equitativo, más justo, más pacífico. Y en muchos casos levantaban las banderas antiimperialistas y apoyaban los movimientos de descolonización, desarme y paz mundial. Tras el golpe militar de 1976, fue obligada a replegarse a silenciarse o en muchos casos a exiliarse. Aquellos que no lo hicieron sufrieron las peores consecuencias.

¿Qué pasó con la sociedad argentina para que las garantías y los derechos de los ciudadanos quedaran subordinados a las voluntades de quienes nos gobernaban? ¿Cuándo y cómo el monopolio legítimo de la violencia por parte del Estado se convirtió en un uso ilegitimo de la misma? Esto es quizás aquello más profundo de analizar. Y que excede este escrito. Pero el acontecimiento que hoy tristemente recordamos es difícil de entender sin una breve introducción del marco histórico en el cual se desarrolló.

En aquel septiembre de 1976, un grupo de diez jóvenes, muy jóvenes, tanto como los que hoy transitan los pasillos de nuestro querido Colegio Nacional, fueron detenidos de forma ilegal. Fueron secuestrados y torturados, y sobrevivieron sólo cuatro de los mismos. Ninguna ley los amparó. Así de crudo fue porque no había Estado de Derecho. No había razón que justificara dicho acto de violencia innecesaria. Y aún no la hay. Quizás esta sea la razón por la cual, 45 años después, seguimos recordando este hecho. Eran jóvenes, demasiado jóvenes…

Muchos de ellos tenían militancia en la Unión de Estudiantes Secundarios y habían participado de las movilizaciones que reclamaban el Boleto Estudiantil Secundario. Pero como dijimos, los tiempos políticos no acordaban con manifestaciones, actos, ni reclamos. Se buscaba silenciar y disciplinar, pero también se buscaba generar temor. El acto contra estos jóvenes marcaría un efecto ejemplificador. Quien se manifestara podría correr la misma suerte, por eso era importante no hacerlo, por eso había que acatar. Y por eso, tampoco había que cuestionar la decisión que las autoridades habían tomado contra estos jóvenes, aunque no fuera legal.

Sin embargo, pese a los intentos de silenciar, los lápices siguieron escribiendo. La historia debe ser contada, no para profundizar la herida, sino para transformar el futuro. Desde el año 1998, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires estableció el 16 de septiembre como el Día de los Derechos del Estudiantes Secundarios en la Argentina. Varios centros de estudiantes de colegios, entre ellos el nuestro, año tras año participan en la Marcha en conmemoración de La Noche de los Lápices. Se la recuerda, sobre todo, como aquel día en que intentaron callar un reclamo social que un grupo de jóvenes -muy jóvenes- hacía de manera ciudadana.

Volviendo al inicio, desde el año 2012, jóvenes -muy jóvenes- son considerados “ciudadanos” con derecho a participar en las elecciones. Se busca escuchar su voz y son protagonistas de importantes colectivos sociales que pelean por la ampliación de los derechos de distintos sectores, sobre todo de los sectores más vulnerables. Tienen el ímpetu y la impertinencia de la juventud. Muchos creen que en la participación está el camino del cambio y a eso apuestan. La consolidación de la democracia “que supimos, pese y por todo conseguir”, se los permite. Esperemos que siempre se les permita. Esperemos que nuestros jóvenes, muy jóvenes, puedan seguir en sus debates, en sus marchas, en sus luchas, con su ímpetu y con un poco de su impertinencia. Esperemos seguir consolidando y haciendo más fuerte la convivencia democrática, para que “cuando los lápices escriban” no puedan, “nunca más”, volver a querer ser borrados.  

“La libertad no es un camino a escoger, sino rebelarse contra quienes nos quieren imponer uno” (de la serie Merlí)

Prof. Andrea Pandolfo